martes, 12 de marzo de 2013

Prólogo


Las farolas, altas y estilizadas, proyectaban sobre el camino la mezcla perfecta de una luz anaranjada que no alumbraba y la oscuridad de la cuneta. Esto provocaba que el paisaje a mi vista fuese aún menos acogedor de lo que ya era. Instintivamente, crucé las piernas modosamente para que mi secreto estuviese aún más a salvo de lo que ya se encontraba. Porque nadie que no compartiese mi condición lo sabía. Para calmarme, murmuré una y otra vez el nombre que me acompañaba desde hace muchísimo tiempo. Cada vez que lo escuchaba, aunque fuese de mis labios, una enorme paz inundaba mi ser, desterrando los negativos pensamientos que siempre se arrastraban por mi mente.
El viejo autobús negro traqueteó por la sinuosa carretera hasta llegar al lugar a donde me dirigía. Mi parada. Sheldon. El cartel, escrito con letras normales, para nada llamativas, no destacaría en el paisaje para mí de no ser por mis sentidos inusualmente desarrollados. Bajé del autobús con desgana mientras sentía que el anciano que lo conducía, medio dormido, le lanzaba una fogosa mirada a mi trasero. “Viejo verde”, recuerdo que pensé.
Ni un alma parecía habitar el lugar; no había adolescentes ruidosos, ni gente joven, ni mayores, ni nada. Me sorprendió por un instante el silencio que reinaba el pueblo, pero luego recordé lo que Brian me había contado sobre él y agité la cabeza. Estaba visto que la palabra suerte repelía tanto mi persona como dos imanes de un mismo polo.
Tras un par de intentos absurdos en los cuales acabé en la calle de las Acacias y en Rednore St., llegué a la calle en la que se encontraba mi nuevo hogar. Shadows Avenue.  Mi casa era la número 6.
Saqué las llaves del bolsillo de los vaqueros y abrí la puerta. Las bisagras resonaron en la noche como el quejido de un animal moribundo y supe que debía darles aceite. Pero no esa noche. Tenía mucho tiempo. Cerré la puerta a mis espaldas, mientras un fuerte olor a cerrado invadía mis fosas nasales, dejándome aturdida por un instante. Murmuré las palabras necesarias para que el olor desapareciese y seguí recorriendo mi nueva casa. Llegué a una habitación que contaba con un viejo somier, cubierto por un raído colchón y una almohada, un armario vacío y un viejo buró. Dejé la maleta en el suelo y la abrí. Mientras mi ropa volaba de la bolsa hasta el interior del armario, hice aparecer una suave manta de cachemir y me tiré sobre el colchón, quedándome dormida al instante por primera vez en mi vida. 

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